.Rosalia de Castro
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    Roman: .....La hija del mar....Madrid, Vigo 1859  
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A Manuel Murguia
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A Manuel Murguia

A tí que eres la persona á quien más amo, te dedico este libro, cariñoso recuerdo de algunos días de felicidad que, como yo, querrás recordar siempre. Juzgando tu corazón por el mio, creo que es la mejor ofrenda que puede presentarte tu esposa

La autora

 

 
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PROLOGO.

Antes de escribir la primera página de mi libro, permítase á la muger disculparse de lo que para muchos será un pecado inmenso e indigno de perdón, una falta de que es preciso que se sincere.

Bien pudiera, en verdad, citar aquí algunos testos de hombres célebres que, como el profundo Malebranche y nuestro sábio y venerado Feijóo, sostuvieron que la muger era apta para el estudio de las ciencias, de las artes y de la literatura.

Posible me seria añadir que mugeres como Mad. Roland, cuyo génio fomentó y dirigió la revolución francesa, en sus dias de gloria; madame Staêl, tan gran política como filósofa y poéta; Rosa Bonheur, la pintora de paisages sin rival hasta ahora; Jorge Sand, la novelista profunda, la que está llamada a compartir la gloria de Balzac y Walter Scott; Santa Teresa de Jesús, ese espíritu ardiente cuya mirada penetró en los más intrincados laberintos de la teología mística; Safo, Catalina de Rusia, Juana de Arco, María Teresa, y tantas otras, cuyos nombres la historia, no mucho más imparcial que los hombres, registra en sus páginas, protestaron eternamente contra la vulgar idea de que la muger sólo sirve para las labores domésticas y que aquella que, obedeciendo tal vez a una fuerza irresistible, se aparta de esa vida pacífica y se lanza a las revueltas ondas de los tumultos del mundo, es una muger digna de la execración general.

No quiero decir que no, porque quizá la que esto escribe es de la misma opinión.

Pasados aquellos tiempos en que se discutía formalmente si la muger tenía alma y si podía pensar -¿se escribieron acaso páginas más bellas y profundas, al frente de las obras de Rousseau que las de la autora de Lelia? - se nos permite ya optar a la corona de la inmortalidad, y se nos hace el regalo de creer que podemos escribir algunos libros, porque hoy, nuevos Lázaros, hemos recogido estas migajas de libertad al pie de la mesa del rico, que se llama siglo XIX.

Yo pudiera muy bien decir aquí cuál fue el móvil que me obligó a publicar versos condenados desde el momento de nacer a la oscuridad a que voluntariamente los condenaba la persona que sólo los escribía para aliviar sus penas reales o imaginarias, pero no para que sobre ellos cayese la mirada de otro que no fuese su
autora.

No es éste, sin embargo, el lugar oportuno de hacer semejantes revelaciones.

Al público le importaría muy poco el saberlo y por eso las callo.

Pero como el objeto de este prólogo es sincerarme de mi atrevimiento al publicar este libro, diré, aunque es harto sabido de todos, que, dado el primer paso, los demás son hijos de él, porque esta senda de perdición se recorre muy pronto.

Publicados mis primeros versos, la aparición de este libro era forzosa casi.

La vanidad, ese pecado de la muger, de que ciertamente no está muy exento el hombre, no entra aquí para nada: un libro más en el gran mar de las publicaciones actuales es como una gota de agua en el océano.

El que tenga paciencia para llegar hasta el fin, el que haya seguido página por página este relato, concebido en un momento de tristeza y escrito al azar, sin tino, y sin pretensiones de ninguna clase, arrójelo lejos de sí y olvide entre otras cosas que su autor es una muger.

Porque todavía no les es permitido a las mugeres escribir lo que sienten y lo que saben.

 

 

 

 
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